Verónica partió hace ya tiempo de entre nosotros. Un día, hace ya tres años, ella nos dijo con total naturalidad y fuerza: "tengo cáncer". Me quedé helada, pero ahora soy consciente de que en ese momento yo no sabía a lo que ella se enfrentaba.
Verónica luchó, y siempre con sus ganas de vivir, y siempre preocupada por todo el que la rodeaba, siempre con sus regalos, con sus meriendas, con su celabración de la vida. Verónica era enfermera en el Materno, y sé que se desvivía por los neonatos como si fueran sus propios hijos. No cabe en mi cabeza alguien que pudiera odiarla, porque pienso que cualquiera que pasara un rato con ella debía, por inercia, comenzar a quererla. Ella era fuerte y luchadora, y afrontó su enfermedad con optimismo. Incluso en los peores momentos viajó y buscó alternativas, y siempre estuvo ahí para nosotros. Ella era sincera, y nunca le importó decir si algo estaba mal, porque esa es la única manera de que las cosas mejoren.
Ella me enseñó muchisimas cosas, pero sobre todo me enseñó a valorar el aire que respiro, a amar como si el amor pudiera con cualquier cosa. Ella me enseñó a crecer y a llorar, y me mostró cómo hay que luchar por lo que uno anhela. Verónica me enseñó a ser altruista y solidaria, y pude comprobar como un simple gesto puede alegrar muchísimo la vida de las personas: una sonrisa, un café... Me enseñó que un amigo es un tesoro y que hay que valorarlo y cuidarlo.
Pero, de todo esto, quizá lo más importante que Verónica pudo enseñarme fue a decir adiós.
Cuando ella falleció, llore y lloré. Me descubrí hablando sola en voz alta, diciendo "¿por qué te fuiste?" Me enfadé con ella por no haberse operado y por habernos dejado, me enfadé con todo, me enfadé conmigo misma por no haberle dicho cosas que siempre quise que supiera.
Hoy me he acordado de ella. Aún lloro, la echo muchísimo de menos. Y me he percatado de que cada uno de los pacientes que vea serán para mí Verónica. Eso me ayudará a curarme con ellos, a respetarlos, a quererlos... A saber decirles adios.
