Escribiendo la historia de mi vida, me percaté de que quien no entiende mi letra no tiene por qué no saber leer... Independientemente de que algunas de esas personas no se den cuenta de que eso no significa que yo no sepa escribir. Esta entrada va por mí, ahora que he decidido que ya no te quiero.
Con el paso de las lunas, mi letra ha cambiado, y también mis palabras... Suerte que no el abecedario ¡Y cuanto me alegro! Comprendí entonces la necesidad de vender todos mis viejos libros (de cocina, de Biología, incluso hasta los libros de cuentos). Me pagaron de más pues tenían las páginas gastadas de tanto reirme de la estasis de sus líneas; ironías de la vida pues me reía quieta, tirada, de aquellos que se habían atrevido a dictar su propio guión. Con lo que gané, decidí comprar un ático con vistas a la indiferencia. Pensé: si no pienso, no existo. Y caí en el imposible de no ser crítica. ¿Cómo escapar a la existencia entonces? ¿Còmo sucumbir a la muchedumbre y no ser más el simple esbozo de lo que quise ser sin dejar de serlo?
Quizá al exigirme tales metas estaba cayendo justo en aquello de lo que escapaba: a estar más viva que nunca. Entonces, tiré mi ático por la ventana: el mueblito de la entrada donde guardaba los miles de zapatos que me había comprado, el tocador de mi cuarto (incluidos los cajones, el maquillaje y las joyas, la lencería fina, las pulseras de mis viajes... ) Tiré incluso el diván rojo del salón. Y cómo me gustaba aquel diván...
Y ahí me hallaba, con una casa vacía, con sus cuatro paredes, su techo, su parquet... Y su ventana con vistas a la indiferencia. Lo que más me había enamorado de la casa, era justo lo que ahora que no encajaba conmigo: ansiaba escapar costara lo que costara.
-¿Dónde he de vivir ahora?-pensè- Yo ya no quepo con tanto espacio. No me encuentro ni en mi reflejo.
Y así, desnuda, sin libros, sin casa, sin maquillaje... Sin nada, salí a la calle: salí a buscarlo todo. Y encontré que todo lo que necesitaba estuvo desde el principio: yo misma.
Por eso, me he comprado una estantería, para experimentar el placer de llenarla de nuevo. La pagué con ilusiones, de esas de las que sí que se vive. La mantengo vacía, pues en ella hay tanta esperanza que no cabe ni un lápiz. Bueno, un lápiz si.
Con el paso de las lunas, mi letra ha cambiado, y también mis palabras... Suerte que no el abecedario ¡Y cuanto me alegro! Comprendí entonces la necesidad de vender todos mis viejos libros (de cocina, de Biología, incluso hasta los libros de cuentos). Me pagaron de más pues tenían las páginas gastadas de tanto reirme de la estasis de sus líneas; ironías de la vida pues me reía quieta, tirada, de aquellos que se habían atrevido a dictar su propio guión. Con lo que gané, decidí comprar un ático con vistas a la indiferencia. Pensé: si no pienso, no existo. Y caí en el imposible de no ser crítica. ¿Cómo escapar a la existencia entonces? ¿Còmo sucumbir a la muchedumbre y no ser más el simple esbozo de lo que quise ser sin dejar de serlo?
Quizá al exigirme tales metas estaba cayendo justo en aquello de lo que escapaba: a estar más viva que nunca. Entonces, tiré mi ático por la ventana: el mueblito de la entrada donde guardaba los miles de zapatos que me había comprado, el tocador de mi cuarto (incluidos los cajones, el maquillaje y las joyas, la lencería fina, las pulseras de mis viajes... ) Tiré incluso el diván rojo del salón. Y cómo me gustaba aquel diván...
Y ahí me hallaba, con una casa vacía, con sus cuatro paredes, su techo, su parquet... Y su ventana con vistas a la indiferencia. Lo que más me había enamorado de la casa, era justo lo que ahora que no encajaba conmigo: ansiaba escapar costara lo que costara.
-¿Dónde he de vivir ahora?-pensè- Yo ya no quepo con tanto espacio. No me encuentro ni en mi reflejo.
Y así, desnuda, sin libros, sin casa, sin maquillaje... Sin nada, salí a la calle: salí a buscarlo todo. Y encontré que todo lo que necesitaba estuvo desde el principio: yo misma.
Por eso, me he comprado una estantería, para experimentar el placer de llenarla de nuevo. La pagué con ilusiones, de esas de las que sí que se vive. La mantengo vacía, pues en ella hay tanta esperanza que no cabe ni un lápiz. Bueno, un lápiz si.